6.1.12

Los vendedores de chorizos

Estos días, con la aprobación definitiva de la "Ley Sinde", he vuelto a dedicar (quizá demasiado) tiempo a pensar en la relación entre los derechos de autor y la revolución cultural que ha supuesto internet. 

Confieso que lo primero que siento cuando leo declaraciones como las de Lucía Etxebarría es de todo menos constructivo. Rabia, incomprensión, impotencia... Serrat, qué lástima, ha hablado en la misma línea: “Yo, hasta la fecha, tengo que pagar por todo lo que consumo” y ha comparado descargarse una canción gratis con robar un chorizo en una charcutería. Cuando a este hombre –que ha escrito tanta poesía, que ha pasado tantas horas de su vida absorto en mundos propios, emocionado con sus propias historias y melodías... — le hacen pensar en su dinero, es capaz de creer –porque confío en su sinceridad— que una canción es algo que se consume. Algo que se agota, que se posee. Y que se posee sólo individualmente, que no puede darse a otro sin perderse. Para él, una canción no es como el aire, o las palabras, o las miradas: un mensaje, una experiencia común, un lugar compartido... Para él, una canción es un chorizo.

Las posibles respuestas se me agolpan en la cabeza, ¿por dónde empezar a explicarles cuánto se equivocan? ¿Cómo se puede hacer negocio con una de las mejores ocupaciones del mundo, la creación artística, y sentirse tan desposeído, tan infeliz, tan alienado como un charcutero al que roban impunemente, o, en el caso de Etxebarría, como si se estuviera “trabajando como una negra para nada”? ¿Tan lejos ha quedado para ellos la alegría de crear? ¡Si hasta alguien tan inconstante como yo la puede recrear en un segundo...! Les extraña que los charcuteros de verdad, los albañiles o los mineros se sientan heridos al oírles, hasta ese punto ha llegado su aburrimiento y su desidia, hasta ese punto han dejado de confiar en la admiración de sus miles de seguidores. ¿No ven que sus lectores y sus oyentes disfrutan y hasta viven más gracias a ellos, que lo que obtienen de ellos es incalculable? Tendemos a pensar que están endiosados, pero en el fondo es todo lo contrario: no entienden lo importantes que son. Si lo entendieran, no se arrastrarían por una improbable subida de sueldo.

Puede que me ponga demasiado mística: es cierto que dinero, y bien poco, es lo único que pueden ganar los autores en esta batalla. La cuestión es si evitando el tráfico gratuito y masivo de sus obras –suponiendo que se pudiera evitar—conseguirían más dinero. Mi respuesta, y cada vez con menos resquicio de duda, es que no. Una obra descargada es igual, para el que la descarga, que una obra prestada por un conocido, vista por televisión en abierto y grabada, descubierta en un cajón perdido de casa de los padres, leída en la biblioteca y escaneada... Se trata en todos los casos de disfrutarla sin pagar (ved por favor este vídeo de Neil Gaiman si aún no lo conocéis, es corto y muy elocuente). 

Es decir, se trata de algo que se ha hecho desde siempre y que internet sólo amplifica hasta cierto punto. Porque, aunque internet no tenga puertas ni apenas límites en el espacio, aunque haya cambiado tanto nuestra forma de informarnos y comunicarnos, no nos ha hecho inmortales. Nuestro tiempo es limitado y lo sabemos, así que no nos sentamos delante del ordenador a descargar mecánicamente, como quien saca agua del mar con un cubo. Para descargar necesitamos guías, puntos de apoyo... como siempre en la vida, necesitamos a los demás. Son nuestros amigos, maestros, compañeros de trabajo, los medios de comunicación “tradicionales”, el consejo de otros autores... las referencias que usamos para decidir qué descargar de entre las infinitas posibilidades que nos ofrece internet o qué libro concreto coger en la biblioteca. Y la web no es más que eso, un gran archivo sumado a una red de contactos entre personas, cambiante y libre, pero finita. Esos artistas que, a pesar de hablar como proveedores de chorizos, se saltan a la torera las normas de cualquier proveedor con dos dedos de frente –insultando a sus clientes, opinando en su cara sobre a qué destinan su presupuesto... – se imaginan al internauta acumulando gigabytes a lo bruto, sin inteligencia, casi sin humanidad. A estas alturas de la película, no saben distinguir un ordenador de la persona que lo utiliza. No ven que detrás de cada descarga hay una elección libre y consciente, un cierto esfuerzo y, con toda probabilidad, una recomendación personal, exactamente igual que en los préstamos, intercambios y regalos fuera de internet. Y, aun siendo gratis, no se puede disfrutar de todo, igual que no se puede comprar todo.

¿Queremos un mundo en el que cada experiencia artística signifique un intercambio de dinero? Nos dicen desde las industrias culturales que ése es un deseo normal y legítimo, y que todos los demás bienes, materiales o inmateriales, funcionan así, a golpe de talonario. No sé si es que estas personas desconocen los comedores sociales, los contenedores de ropa usada, el intercambio de sellos o de cromos, los regalos de objetos entre amigos y desconocidos, las jornadas de puertas abiertas en museos y centros culturales... o si es que preferirían que todo eso no existiera. Y no sé si quiero saberlo...

No se trata de idealizar a los intermediarios "piratas", a los que ganan dinero sin rendir cuentas. Siempre hemos entendido eso de que no son Robin Hood. Stephen King, uno de los autores más "pirateados" (por motivos de lo más lógicos) y, me atrevo a decir, un orgulloso proveedor de historias, lo ha explicado muy bien:"La pregunta es, ¿cuánto tiempo y energía quiero emplear persiguiendo a estos tipos? ¿Y para qué? Mi sensación es que la mayoría de ellos vive en sótanos con moquetas de basura en el suelo, alimentándose de aritos de cebolla y cerveza de oferta".

Otro de los argumentos favoritos de los vendedores de chorizos culturales es que para ser un buen artista hay que vivir del arte y de nada más. Que el arte con mayúsculas necesita una dedicación completa. ¿No saben que Chéjov era médico, y que gracias a eso expresó como nadie la fragilidad humana? ¿Que la mayoría de los escritores han sido también periodistas, traductores u oficinistas? ¿Que hay charcuteros que dirigen cortometrajes los fines de semana? ¿De verdad no entienden que el mejor arte, como la buena política, es mucho más que un trabajo? 

Siempre me acordaré de la única clase de guion a la que asistí en la universidad. La daba Juan Antonio Porto, guionista de obras como Beltenebros y La regenta y contertulio habitual de Garci en Qué grande es el cine. Nos dijo que no nos iba a enseñar guion porque eso es imposible, que su propósito en las clases era inspirarnos. Y una de sus primeras formas de hacerlo fue darnos envidia. Nos explicó que él no vivía pendiente (como la mayoría de los charcuteros) del próximo fin de semana, del próximo puente, del próximo verano... Porque él se dedicaba a lo que más le gustaba en la vida. Él, en sus propias palabras, no trabajaba. ¡Porque hacer guiones, claro está, no es trabajar...! Aunque, vaga y miedosa como soy, siga sin hacerle mucho caso, es de los mejores consejos que me han dado nunca.

Por eso, porque el arte no es un trabajo normal ni falta que hace, los autores no cobran por horas. Por eso no tienen la estabilidad de los charcuteros. Por eso son más famosos que los científicos, los médicos y los inventores. Por eso son los únicos que pueden con justicia cobrar derechos de autor.