27.7.07

Y otro que la primera vez casi me desternilla (de un spray para despejar la nariz, no recuerdo el nombre pero juro que existe, lo vi en la tele varias veces): "Spray Tal: va de narices".

¡Era un tono serio! No lo decía un payaso ni nada, ¡salía escrito con toda sobriedad al final del anuncio! Me hizo tanta gracia que estuvo a punto de despejarme la nariz sin necesidad de comprar el producto, porque estaba bebiendo agua y casi lo echo todo por estas fosas que os hablan (jaja). La mayoría ya lo conocéis porque lo metí en el monólogo. El chiste de remate era una conclusión lógica muy facilona por mi parte, pero que había que aprovechar: menos mal que no anunciaban papel higiénico, porque hubiera sido "Papel Higiénico Tal: para el culo".

26.7.07

Un eslogan que me repatea (junto a la foto de una familia unánimamente sonriente apiñada en el sofá, de ésas que sólo ves en los anuncios): "Si no tienes el nuevo Trío de Telefónica no sabes lo que te estás perdiendo".

Desde un punto de vista lógico, se puede interpretar así: la única manera de saber lo que no tengo es... teniéndolo. Vaya por dios.

Si la interpretamos psicológicamente, yo diría que se puede traducir en algo así: "Sólo tengo dos opciones: o voy por la vida ignorante de las posibilidades que tengo, o bien contrato este producto". Es una idea bastante agresiva para mí, porque siempre he creído que para vivir libremente, para elegir lo que realmente queremos, necesitamos conocer cuantas más posibilidades mejor. Según mi forma de ver la vida, cuanto más conocimiento adquiero, más campo abro al ejercicio de mi libertad. Así que, si lo pienso un poco, me parece que el eslogan bien puede significar: "Una buena manera de conquistar tu libertad como consumidor es eligiendo la opción que nos conviene a nosotros".

Si no tienes intención de contratar el Trío, la frasecita sólo puede ser sonar a tocada de narices. Vamos, que "O contratas lo que te digo o te toco las narices", jajaja.


Un eslogan que me hace gracia (junto a la foto de un helado de Ben & Jerrys con enormes trozos de chocolate): "Un tropezón no lo tiene cualquiera".

10.7.07

Incensadas. "No adules a tu bienhechor", dijo Buda. Repítase esta frase en una iglesia cristiana: inmediatamente quedará el aire purificado de todo lo que hay en ella de cristiano.

Esto (otra vez Nietzsche) me ha llegado especialmente, porque llevaba unos días dándole vueltas a ese tema: adular a un bienhechor no es un regalo para el bienhechor. En el mejor de los casos no supone nada para él; en el peor, es una forma rápida de relativizar sus buenas acciones para con nosotros y, si es un amigo, incluso de despreciar nuestra amistad mutua. Analicemos: cuando alguien hace algo bueno por nosotros, ¿qué pretendemos al adularle? ¿"Compensar" sus buenos hechos sólo con palabras? Si intentamos esto, vamos mal, y, cuanto más nos esforcemos en las palabras, peor, porque en ningún esquema ético un "muchísimas-gracias-cuánto-aprecio-esto-de-verdad" puede compararse a una buena acción, por sencilla que sea.

De hecho, cuanto más adulamos, más valor le quitamos a aquello que se supone que estamos agradeciendo, porque estamos dando por supuesto que la otra persona no actúa espontáneamente. Si interpretáramos espontaneidad responderíamos de forma más simple, disfrutando lo que nos ha dado, compartiendo con él la alegría que nos ha dado. Si en lugar de eso nos deshacemos en elogios y agradecimientos verbales quizá es porque nosotros en su lugar no actuaríamos como él, o lo haríamos sólo a cambio de adulación.

Esta falsa compensación se emprende con tristeza, porque intentamos saldar una deuda, creemos estar en deuda, en falta, en pecado. Y experimentamos deuda porque en ese momento consideramos a la otra persona un juez en lugar de un amigo. O aún peor: nos sentimos en deuda porque no podemos separar nuestra idea de la otra persona de nuestra idea de lo que obtenemos de ella, es decir, consideramos al otro como un medio, y adulándole queremos librarnos del "problema" (porque entender la individualidad y la voluntad de otro es problemático, requiere un esfuerzo), queremos mantenerle en su papel de instrumento. Tú me has hecho un favor y ya te lo he agradecido, he obtenido algo y he "pagado" por ello. Si un bienhechor nos hace sentir así, es mejor tener la menor relación posible con él en el futuro, porque cada vez que le veamos reviviremos la desagradable sensación de deuda, máxime sabiendo (porque siempre se sabe) que nada hemos saldado al adularle.

5.7.07

Atravesar la pasarela. En el trato con personas que guardan con pudor sus sentimientos, hay que saber disimular: son capaces de odiar de pronto a quien sorprende en ellas un sentimiento delicado, entusiasta o sublime, como si hubiesen visto sus intimidades. Si tratamos de serles agradables en esos momentos, hay que hacerles reír o gastarles fríamente una broma maliciosa: entonces se helará su emoción y enseguida volverán a ser dueñas de sí mismas. Pero estoy diciendo la moraleja antes de contar la historia. Estábamos un día tan cerca el uno del otro que parecía que nada estorbaría nuestra amistad y nuestra fraternidad; sólo nos separaba aún el espacio de una pasarela. Cuando ibas a atravesarla, te pregunté: "¿Quieres reunirte conmigo por esta pasarela?" -pero tú ya no querías y no respondiste a mis súplicas reiteradas. Desde entonces se han interpuesto entre nosotros montañas e impetuosos torrentes, y todo lo que separa a un ser de otro y les hace extraños entre sí; ¡aunque quisiéramos reunirnos ya no podríamos! Pero cuando ahora piensas en aquella pasarela, te quedas sin palabras -y ya sólo te asombras y sollozas.

Contra el arrepentimiento. El pensador ve en sus propios actos tentativas e interrogantes encaminados a obtener aclaraciones sobre algo: el éxito y el fracaso son para él, antes que nada, respuestas. Eso de irritarse o incluso de arrepentirse de un fracaso es algo que deja a quienes no obran sino cuando se les manda y deben esperar que les apalee su gracioso amo si no le agrada el resultado.


Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia

3.7.07

A veces hago cosas no porque quiera hacerlas, sino porque una parte de mí me dice que hay que hacerlas. Por ejemplo, cuando cambio las sábanas sin notarlas sucias sólo porque han pasado los días que se supone que tienen que pasar desde la última vez. Normalmente esa parte de mí viene de algo que me han enseñado de pequeña. Son convenciones sociales, pero que aparecen en cuestiones como la de las sábanas, en las que el único juez soy yo y no la sociedad, ya que nadie va a reprenderme ni a sentirse mal por mis actos.

Vamos, que, además de ignorar el qué dirán, me he dado cuenta de que tengo que abolir el qué diré.