
Desobediencia civil, sablazos, crucifixión y planchar la ropa
Acabo de terminar este librito que me regaló Mario. Aunque tenía tres o cuatro regalos más para leer, eran mucho más gordos (menos lo de Carroll, ¡pero tiene fórmulas!)… y además a mí se me gana fácil con un título que incluye “desobediencia”, ya he dicho que tiendo a pensar a la contra…
Con Sexus todavía en la cabeza (“siempre pensando en lo único”, diréis) lo que más me ha interesado de Thoreau es su individualismo y su “egoísmo-bien-entendido”. El otro Henry hablaba con todo detalle en varios libros de su talento para sablear a amigos y conocidos. Ellos la mayoría de las veces aflojaban de buena gana, para sentirse bien consigo mismos o simplemente para recompensar la compañía de alguien que se esforzaba en divertir a todo el mundo a su alrededor (y que solía devolver sus préstamos, no está de más aclararlo).
Esto de sacarle dinero a la gente, que a Elena le hizo desconectar –comprensiblemente, creo yo-, a mí me atrajo más que otras cosas más poéticas o especulativas de Miller. Un conflicto moral siempre te hace aprender algo nuevo… ¿Y no será que es perfectamente ético y razonable pedir dinero y darlo así porque sí? ¿No será que la idea del sableo nos revuelve algo dentro sólo porque tenemos demasiado asumida la moral del trabajo y del sacrificio, la ética de la productividad que tanto le preocupa a Mario? ¿Y si yo consigo con gracia que la gente a la que caigo bien me dé dinero sin trabajar… eso no es un ejercicio de libertad tan precioso como cualquier otro para ambas partes? Si eso nos supone un conflicto quizá es porque nos han dicho que la vida cuesta (dinero), que la vida (= el dinero) exige siempre un trabajo penoso e insatisfactorio, que la vida no es “perder el tiempo” mirando el paisaje o charlando con los amigos sino acumular (experiencias, datos, dinero), competir, ganar (dinero)… Con este clima alrededor, es normal que llamemos egoísta a alguien tan sincero y humilde como para pedirnos que subvencionemos su vida. Y tan simpático como para conseguirlo sin que perdamos la sonrisa.
Y Thoreau, aunque muy diferente a Miller, tiene algo básico en común, ese individualismo, ese egoísmo asumido. Hay afirmaciones en que está especialmente claro:
“A mi modo, en silencio, le declaro la guerra al Estado, aunque todavía haré todo el uso de él y le sacaré todo el provecho que pueda, como suele hacerse en estos casos”.
Es decir, no tengo por qué aceptar por entero un sistema que me beneficia sólo en parte. Cojo lo que me interesa y lo demás no sólo lo critico sino que lo desobedezco. Esto es fundamental, pero de nuevo la ética del sacrificio judeo-cristiana (y no acuso a nadie, porque siempre hablo de mí) nos puede hacer torcer el gesto ante una declaración directa como ésta. Todos sacamos provecho, todos nos beneficiamos en algo del sistema. La forma de diferenciarnos sólo puede venir de un heroísmo directo –hacernos violentos si hace falta, o sacrificarnos pero con nuestra vida, nuestra propiedad, nuestro trabajo, no sólo con palabras- o del reconocimiento de los hechos: es cierto, no soy un salvador, sólo soy un charlatán, pero al menos no haré el juego a mis enemigos. En esta segunda postura se planta Thoreau:
“Por supuesto, no es un deber del hombre dedicarse a la erradicación del mal, por monstruoso que sea. Puede tener, como le es lícito, otros asuntos entre manos; pero sí es su deber al menos, lavarse las manos de él. Y si no se va a preocupar más de él, que, por lo menos, en la práctica, no le dé su apoyo. Si me entrego a otros fines y consideraciones, antes de dedicarme a ellos, debo, como mínimo, asegurarme de que no estoy pisando a otros hombres. Ante todo, debo permitir que también los demás puedan realizar sus propósitos”.
Mucho mejor explicado que un simple “vive y deja vivir”, que se puede interpretar, como hicieron tantos hippies, como mera tolerancia pasiva, algo opuesto a Thoreau (que no necesariamente a mí). Por esto que dice, se negó durante años a pagar unos impuestos que se destinaban a hacer la guerra y a mantener la esclavitud en su país.
Qué mal se nos da eso en Europa, me refiero a reconocer que nuestra vida no es casi nunca un sacrificio, que, nos guste o no, casi nadie da su vida por los demás, que vivimos pensando en nuestra propia alegría. Porque no queremos, porque no nos acaba de parecer justo vivir con esa carga casi inhumana encima. Porque, como en mi caso, ni siquiera nos parece ético, la mayor parte de las veces, ayudar a los demás a través de la renuncia de uno mismo. Jesucristo quería dar una lección con su muerte, y para mí la peor de las que dio es ésa, la del sacrificio. Yo creo en predicar con el ejemplo, ¿y es que él quería que nos sacrificáramos todos? ¿Es ése el modelo de vida más ético, morir? ¿Ésa es la mejor moral, renunciar al fin de la ética, a la felicidad, y aun a la supervivencia? ¿Para quién se sacrifica uno, qué ganamos los demás? Como decía Patti Smith, Jesús murió por los pecados de alguien, pero no por los míos. Si te sacrificas, si crees que el fin de tu vida, como creyó Jesús, es erradicar el mal, te estás situando por encima del resto de la humanidad: “para que vosotros comprendáis tengo que morir yo”.
No creo que el propio Jesucristo esperara tras su muerte una santidad parecida a la suya de nosotros, pobres seres a los que Dios tiene que perdonar con infinita paciencia una y otra vez porque “no sabemos lo que hacemos”, porque no somos responsables, somos niños o estúpidos. Lo único que consigue la idea del sacrificio es que nos sintamos culpables... Jesús en la cruz es como una esposa abnegada que grita su infelicidad a los cuatro vientos planchando la ropa de su marido, cuando es libre de sentarse a leer o dar una vuelta o hacer un amigo. Haber huido, hombre, como hizo Henry Miller cuando estalló la guerra. Predicar con el ejemplo, predicar con el ejemplo.
Había destacado muchos párrafos preferidos de Thoreau, pero sería aburridísimo. Dejo ideas para otro día. Hoy me gustaría hablar de una última cosa. Mario, que lleva tiempo dudando de la democracia, me regaló este libro porque está relacionado con cosas que yo he dicho aquí, y llego a una conclusión interesante. En la disyuntiva que planteé entre Verdad y Democracia, si Mario sigue hoy en la órbita de Thoreau, me parece que se queda más bien con la Verdad.
Es cierto que yo creo en una verdad no muy diferente de la de Thoreau, y seguro que muy muy parecida a la de Mario: creo firmemente que hay que vivir buscando la felicidad propia y haciendo el menor daño posible a los demás (con “posible” soy literal, hay daños que me parecen inevitables, pero desde luego no son los derivados de tu puesto de trabajo o de otras cosas elegidas libremente, sino de los sentimientos de los demás hacia ti, por ejemplo. Si alguien sufre porque me quiere o me odia, puedo amortiguar el daño pero difícilmente evitarlo manteniendo mi libertad. En casi todos los demás casos, cada pequeño daño es por entero responsabilidad mía y un pecado, incluso). Pero hasta esta verdad es un acto de fe, no la creo absoluta. Aun pareciéndome casi obvia la someto a "las urnas”, a la mayoría “democrática”, así que yo elijo Democracia, supongo que porque confío en que el 99 por ciento de la gente comparte más o menos esta opinión (aunque no la pongamos siempre en práctica, claro)…