Creemos que el miedo sirve, que los colores chillones del mundo son peligrosos y que hay que taparse los ojos, pero nos engañamos: el miedo no es un escudo, es un vicio, el vicio más destructivo de todos. No acorta o empeora o dificulta la vida, como hacen otros; la anula, sencillamente. Creemos que el miedo es necesario, que nos ayuda a sobrevivir, pero nos convierte en muertos en vida. Creemos que siempre ha sido asi, que el ser humano está condenado a él, que no somos nada sin él. Preferimos la inacción al fracaso, nos rendimos ante la idea del fracaso en vez de analizarla: ¿a qué llamamos en realidad fracaso? ¿qué podría sobrevenirnos que nos hiciera fracasar, que invalidara nuestra existencia entera? Si no nos rendimos, si hacemos lo que queremos, ¿qué nos puede pasar que convierta nuestra felicidad en un error? (¡NADA, NADA, NADA!) ¿Qué clase de éxito es el que estamos esperando de nuestra vida, el que nos parece tan difícil de alcanzar? Sólo si buscáramos la inmortalidad sería inevitable la tragedia, porque todo éxito imaginable acaba con nuestra muerte, y ningún fracaso es tan terrible como ella. Creemos que el miedo nos protege de algo peor, pero nada puede ser peor que el miedo. Conformarnos con el miedo es humillarnos ante lo más bajo de la vida, pedir por favor la basura más infecta, tragarnos los desperdicios malolientes de la verdadera vida y dar gracias a Dios por ellos. Porque ésa es la actitud de las frases del miedo: “mejor esto que nada”, “podría ser peor”, “virgencita que me quede como estoy”...
No sé si queda claro: el enemigo no es la clase propietaria, la vulgaridad de la masa, tus padres represores o la cultura en que has nacido. Acaba por un instante con el miedo y todo será posible.